Gota a gota

Corría la década de los 60 y La Eliana, un pueblo en las afueras de Valencia, todavía vivía de la agricultura, sobre todo de los cítricos. Dentro de los quinientos habitantes estaba la familia González, la única que vivía en las afueras del pueblo, y lo hacía en una enorme mansión con una decoración exquisita , unos jardines gigantescos y un muro rodeándolo todo, y es que en el pasado había pertenecido a los Duques de Flores.

Joaquín González era el cabeza de familia, un hombre de negocios cuya esposa era una aristócrata valenciana muy hermosa, Patricia González, madre de cuatro criaturas, y convivían con el servicio, compuesto por una niñera, dos cocineras, otras dos mujeres ayudantes en faenas del hogar y varios jardineros. Una gran familia feliz que además mantenía una cordial relación con los vecinos ya que siempre aportaban una gran cantidad de dinero en las fiestas.

Llegó la Navidad con todo decorado y mucha felicidad, hasta que en Noche Vieja, con todo el personal de vacaciones y los señores González en una fiesta en la que habría baile toda la noche, la niñera se quedó sola con los cuatro niños que tenían entre cuatro meses del pequeño José y cinco años de la mayor, Amparo. Unos antes y otros tras contarles un cuento, todos cayeron rendidos y Sari, que así se llamaba la niñera, cogió algo de comer de la cocina y se dirigió con ello al salón en medio del silencio sepulcral de la gran mansión.

El sonido incesante del teléfono le despertó, se había quedado dormida en el sofá, pasaron unos segundos hasta recordar que estaba en la mansión de los González. Descolgó el teléfono pero al otro lado no se escuchaba nada. Buenas noches, casa de los González, ¿hay alguien ahí?, insistió varias veces pero nadie contestó… y colgó. Fue a la cocina a dejar las cosas que había usado y mientras fregaba volvió a sonar el teléfono…- ¿diga, diga?- , de nuevo nadie contestaba y la comunicación se cortó.

Sari pensó que sería un fallo de la central, pero al instante volvió a sonar. Lo cogió e insistió en preguntar si había alguien al otro lado pero aunque nadie contestó esta vez sí que escuchó algo diferente al silencio de las anteriores llamadas, sonaba como un goteo, era todo muy raro –cloc, cloc…-. La niñera preocupada optó por llamar a la policía, pero cuál fue su sorpresa que al descolgar el teléfono para llamarles volvió a escuchar ese goteo. Asustada soltó el auricular y se echó atrás, pues estaba muerta de miedo y no entendía qué estaba pasando. Fue hacia el otro teléfono de la casa en el salón principal y cuando se acercaba a él empezó a sonar. Tras titubear unos segundos lo cogió aterrada de lo que podía escuchar y efectivamente, -cloc, cloc…- así que tiró el teléfono rabiosa y asustadísima mientras gritaba de lejos: “¿quién es?, ¿qué es lo que quiere?”.

Se llenó de valor para colgarlo entre sollozos pero éste sonaba y sonaba sin parar, así que decidió despertar a los niños e irse al pueblo en busca de sus padres y de la policía… pero al abrir la habitación los niños no estaban, tampoco las niñas estaban en la suya, entró en pánico y todo ello sin dejar de escuchar el timbre del teléfono. Tras recorrer cada centímetro de la mansión buscando a los niños sin éxito cayó en la cuenta de que le faltaba el ala oeste del caserón, la parte destinada al personal que trabajaba para los González, asi que cogió la llave maestra para entrar en esa parte privada de los trabajadores y aunque en las habitaciones no encontró nada fue cuando entró en el baño del servicio bruscamente cuando los contempló. Allí estaban, apilados unos encima de otros dentro de la bañera vacía, habían sido degollados y metidos allí dentro. La cabeza de la mayor, Amparo, sobresalía de la bañera mientras un ligero chorro de sangre que recorría el borde de la bañera y caía justo sobre el auricular descolgado de un teléfono que allí había produciendo sin parar un goteo –cloc, cloc…-, el goteo.

gota sangre

Nunca se supo quién fue el culpable y todavía hoy algunos sufren escalofríos cuando pasan cerca de la mansión al recordar la historia. Sari, que al parecer no dejaba de escuchar las gotas de sangre que caían sobre el teléfono incluso cuando dormía, recibió ayuda psicológica durante años hasta que a finales de los setenta se quitó la vida tirándose desde un octavo piso.

La casa quedó deshabitada desde entonces pues los González se mudaron a Valencia y nadie quiso comprarla después de los atroces hechos que en ella ocurrieron.

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